Texto y Fotografías de Manuel Peñafiel
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Don Humberto Ruíz Sandoval 1894 - 1973 abuelo
materno de
Manuel Peñafiel.
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A causa de su arduo trabajo y neurosis, mi padre Ricardo permaneció ausente en
mi vida; me pregunto que hubiera sido de mí, sin aquella sólida figura
masculina que representó mi abuelo Humberto durante el curso de encogida
infancia y errática juventud. Mis tempranos años transcurrieron en íntimo
enlace con mi madre Renée y mi abuela materna Josefina; sin hombres a quien
imitar en casa, tal vez yo hubiera aprendido a bordar, o mi virilidad se
hubiera escurrido fuera de mí hacia narcisista espejo. Pero aquel gigante de
melena nívea me tomó entre sus brazos para arrullarme durante la primeriza
angustiosa incertidumbre existencial, sensible y solitaria infancia amedrentada
por amenazas infernales del catecismo católico impartido en el Colegio del
Tepeyac, propiedad de crueles frailes que nos azotaban. Mi innata timidez me
impidió externar que un sacerdote católico trató de hurgar dentro de mi
pantalón durante la confesión previa a mi primera comunión. Mi vida ha sido
guiada por intuitiva brújula, llegué a la escuela ignorando a donde me dirigía,
la primera tarea asignada fue estudiar las cuatro estaciones descritas en el
libro de ciencias naturales, de vuelta, me dirigí a la casa de mis abuelos
contigua a la de mis padres, ahí le pregunté al hermano menor de mi madre: ¿
Qué significaba estudiar ?, y él con perezosa brusquedad, respondió: Pu’s
estudiar. Intimidado por mi ignorancia no me atreví a replicar, pasé el resto
de la tarde con la preocupación de lo que sucedería en caso de que la maestra
me preguntara al respecto. Afortunadamente al día siguiente dentro del aula no
se tocó el tema. Confieso que jamás aprendí a estudiar, en el transcurso de mi
odisea escolar y universitaria leía yo, sin embargo, mi mente divagaba. Las
mediocres maestras y profesorcillos de la escuela primaria nos agobiaban con densas
tareas que debíamos realizar en el hogar para compensar su despreciable
holgazanería didáctica, aquellos asalariados jamás poseyeron entusiasmo, ni
amor a su oficio por ilustrarnos. Una tarde en que me encontraba estrangulado
por mis labores escolares, mi abuelo Humberto notó la sobrecarga de trabajo que
no dejaba tiempo para jugar, indignado tomó el directorio telefónico para
buscar el número del Secretario de Educación Pública y manifestarle una queja;
yo me quedé petrificado, temí que esto me acarreara la antipatía y reprimendas
de mis maestros cuando la autoridad les llamara la atención, pero mi ingenuidad
tal vez era tan grande como la de mi abuelo, en dichas oficinas jamás lo
comunicaron con el funcionario, dejándolo esperando hasta que no tuvo alternativa
más, que a regañadientes colgar el auricular.
Mi abuelo materno Humberto tenía las manos grandes, anchas de ternura,
con las cuales me acariciaba justo debajo del mentón y yo sentía infiltrarse su
fortaleza dentro de mi nuca ascendiendo hasta mi cerebro para enraizar ahí. El
era cortés, afable, cálido, sin excusar a los léperos, los reprendía por
escupir obscenidades enfrente de mi abuela y de mi madre, varias veces llegó a
los golpes cuando en la sala de espectáculos algún vulgar sujeto sentado en la
butaca de atrás lo desafiaba al no querer amarrar a su procaz lengua, estoy
seguro de que hoy en día, atónito quedaría al escuchar como muchos hombres y
mujeres se expresan peor que en un baño de cantina.
Libros leyó decenas, poemas los escribía él mismo con su galantería,
mimos me prodigó hasta enriquecer mi alforja con recuerdos. De niño me ayudaba
a trepar a una higuera que yo veía gigantesca en su jardín poblado de pirules y
eucaliptos. Con mi abuela Josefina siempre fue paciente y amoroso, y con mi madre
Renée impecable guía al dotarla de institutrices parlantes del idioma español,
inglés y el francés, con lecciones de piano al atardecer. De música clásica y
operística era instruido, aborrecía el sonido barato mal llamado música que
transmiten varias radiodifusoras, de la televisión se burlaba, aunque había una
serie la cual disfrutaba, era la de un abogado defensor llamado Perry Mason.
La tarde de un quince de septiembre, lo ví alistarse, apresurado tenía
que entregar un artículo en el periódico donde laboraba como reportero, le pedí
que me dejase acompañarlo; el Centro Histórico de la Ciudad de México era un
hervidero de gente, esa noche resonaría el festejo por la celebración de la
supuesta Independencia de México, el Parque de La Alameda Central lleno estaba
de puestos de antojitos, matracas, cornetas y cuetes; mi abuelo se detuvo
frente a uno que vendía toda clase de sombreros, y él mismo escogió una gorra
de cartón emulando a la de un general del ejército, cual diminuto comediante a
los tres años de edad, solía yo solía ponérmela y marchar luciéndome enfrente a
él, para luego internarme a
solas por el jardín a combatir tropas invasoras, aquella gorra de cartón con
tres estrellas doradas de papel pegadas al frente, la usé tanto para jugar que
se deshizo en irrecuperables trozos de inolvidable regocijo. Desde entonces, mi
abuelo Humberto me llamó: Mi General. Y si él viviera, yo lo condecoraría con
valiosas medallas al mérito por su decencia y honradez.
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Don Humberto Ruíz Sandoval 1894 - 1973
abuelo materno de Manuel Peñafiel.
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Al escribir esto, el llanto muerde a mis ojos, me arde el salino líquido
de lejanas remembranzas, tibio cual pensamientos que jamás dejarán escapar
opulentos recuerdos, las lágrimas se abultan y el teclado sobre el cual escribo
se cubre de nostálgicos cúmulos de ansiosa lluvia; aléjense dolorosos nubarrones,
lo que aquí intento, es narrar el azul profundamente elegante en los ojos de mi
abuelo Humberto, color de la madura viril ternura, él me hacía sentir
respaldado. No exagero al repetir que yo ingresé al primer año de la escuela
sin tener idea de lo que se trataba, ahí la repugnante monja con hedor a orines
y mirada de urraca extraviada, era la encargada de la clase de moral, nombrada
así a la verborrea mitológica que en aquel tiempo yo creía verdad irrefutable,
aquella indefinida hembra asfixiada en masoquista hábito, nos asignó como tarea
esbozar un dibujo de Adán y Eva arrojados del paraíso, esto se lo platiqué a mi
abuelo Humberto, quien prestamente fue a su librero a consultar la Biblia,
abriéndola en una página donde aparecía una deslumbrante ilustración, enseguida
humedeció su pluma en el tintero, y con asombrosa destreza reprodujo aquella
obra sobre una hoja de papel, con ella en la mano me dijo que lo acompañara a
la bodega de donde extrajo un marco dentro del cual colocó aquellos trazos
guiados por la destreza de un lejano joven que antaño aspiró convertirse en
arquitecto, pero la fatalidad de la Revolución Mexicana de 1910 clausuró las
aulas universitarias, viéndose obligado a buscar trabajo para mantener a su
madre Odona. Pero a la mañana siguiente, yo no me atreví a entregar aquella
imagen, nadie hubiera creído que yo la hubiera ejecutado, además la pareja
expulsada del edén que mi abuelo dibujara aparecía desnuda, y desde niños en la
religión católica se nos inculcaron sensaciones pecaminosas tratándose de un
cuerpo al natural. Muchos años después como disciplina, me propuse leer La
Biblia considerándola un imaginativo volumen fantasioso astutamente redactado
para arriar rebaños, y entre aquellas páginas de papel cebolla, me conmovió
reencontrar la misma ilustración que mi abuelo había repetido, constatando que
se trataba de una de las muchas obras maestras del grabador francés Gustave
Doré, a quien luego continué disfrutando en el transcurso de La Divina Comedia de Dante, y Don
Quijote de la Mancha escrito por Miguel de Cervantes Saavedra. Y ahora que toco
el tema de la desnudez, recuerdo una noche en que mi madre Renée me indicó que
me pusiera la pijama, y yo sin obedecerle brincoteaba despreocupado por la
habitación, entonces ella sin alzar la voz dejó escapar inesperada amenaza: ¡
Si no te pones los pantalones, el diablo vendrá a darte una nalgada ! Yo
tendría escasos dos años de edad, escucharle decir eso, me cubrió de helado
pavor, inmediatamente la obedecí. Luego ya metido y a salvo en mi cama, le
pregunté que sucedería en caso de que Satanás surgiera del averno para
propinarme dicho azote, y ella tranquilamente respondió: La mano del demonio te
quedaría marcada para siempre. Durante muchos años, me imaginé una mano roja
extendida sobre mi redondito trasero…..de haber ocurrido tal desgracia.
Venturosamente la varonil figura de mi abuelo Humberto llenó el vacío
que a otros les aflige, intentando rellenarlo con un padre celestial. Mi teoría
es que María fue aceptada por José cuando ella ya traía en sus entrañas el
vástago de otro hombre, y que el carpintero siendo padrastro de Jesús lo
descuidó; nostálgico el nazareno buscó la paternidad en su dios omnipotente,
queriéndole agradar de tal manera que con vehemencia se mortificó en el
desierto hasta alucinar y conversar con Satán, yo no necesito ayunar en el
desierto para ver a Lucifer, basta mirarle el rostro a la mayoría de los
políticos.
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Colección de insectos reunida por Manuel Peñafiel en la
Escuela Preparatoria 1964 - 1966.
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En la escuela preparatoria disfrutaba yo las clases de biología del
profesor Cifuentes, él nos animaba a observar a los insectos, y llevándole
aquellos que cazábamos, ganábamos puntos a favor de la calificación mensual;
fue mi abuelo Humberto quien me llevó a una tienda a comprar algunos metros de
tela de manta para confeccionar con sus propias manos una red y así atrapar
mariposas, en aquella época las cacé sin piedad para conformar aquellas
colecciones con las que obtuve la máxima nota de aquella interesantísima
cátedra; en esa época, mi ya próspero padre compró una hermosa propiedad en
Cuautla a la que para su reposo visitábamos los fines de semana, alejando su
mente de la capital, la exuberancia de aquel jardín me proporcionaba trofeos
vivientes procurándome ventaja sobre mis condiscípulos citadinos en dicha
materia escolar dedicada al estudio de la vida. En las fotografías que
acompañan este relato aparecen colgadas en la pared las cajas de madera con
vidrio al frente donde preservé venenosos arácnidos de peludas extremidades y
otros con letal aguijón, graciosos y rechonchos coleópteros, frágiles
fasmatodeos asemejando varitas de árbol, laboriosos himenópteros que en
disciplinado convoy laboran a través de túneles, y esos comuneros que liban de
las flores para producirnos miel, también obtuve ortópteros que a la noche
musicalizan, corrí tras multicolores lepidópteros volátiles, y fugaces odonatos
con alas de encaje.
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Colección de insectos reunida por Manuel Peñafiel
para la Clase de Biología.
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En la actualidad evito aplastar a cualquier ser vivo que
ingrese en mi casa; con alacrán o vinagrillo uso un guante de cuero duro de
jardinería para sujetarlos, a los escarabajos los alzo cuando yacen sobre el
lomo, a las libélulas las tomo suavemente para no romperlas y abro la ventana
para que vuelen de regreso a su habitat, me es difícil creer que tiempo atrás
fui capaz de matar espléndidas mariposas, y según las instrucciones del maestro
Cifuentes, oprimirles su tórax para asfixiarlas antes de clavarles un alfiler
para agregarlas a mi minúsculo cementerio de cromáticos cadáveres. Mi abuelo
Humberto defendía la pureza del idioma español, con suavidad me invitaba a
emplear correctamente las palabras, en una ocasión le dije que en la escuela
había un muchacho muy ‘ abusado ‘ en aritmética, y él añadió: Querrás decir
aguzado. Cada instrucción que emergía de su boca era una revelación en mi
reducido mundo. Para enriquecer sus reportajes periodísticos acudía al
Diccionario de Sinónimos y Antónimos recopilado por Federico Carlos Sainz de
Robles, al notar mi temprana afición por la poesía me lo obsequió, no tiene
mucho tiempo que lo dejé de usar para detener su lastimoso deterioro, ahora lo
conservo igual que una reliquia. Cuando yo tenía doce años de edad, fue mi
abuelo Humberto quien me condujo
al resplandor épico de la mitología griega, leyéndome odiseas y aventuras para
aligerarme el tedio cuando la hepatítis me obligó a permanecer tres meses
postrado en cama.
En 1971 mi madre Renée falleció a los cuarenta y cinco años de edad,
esto sucedió en Houston tras una fallida operación al corazón, a mi padre
Ricardo lo traje de vuelta en deplorables condiciones, presidí el cortejo
fúnebre levitando en espesa orfandad, sin oportunidad de empapar mi luto, en el
cementerio distinguí a un anciano rígidamente entumecido por la pesadumbre, era
mi abuelo Humberto apoyado en su bastón, se balanceaba igual que el mástil de
zozobrante buque.
Mi abuelo Humberto murió a los sesenta y siete años de edad, cuando
agonizaba, mi abuela Josefina les avisó a familiares y amigos, la casa rebozaba
de gente, yo tenía veinticuatro años y me sentía sumamente ofendido por la
manera en que la mayoría de los ahí presentes charlaban como si se tratase de
amena reunión, mientras a mi abuelo se le extinguía la existencia en su propia
alcoba. Mi abuela me dijo que pasara a despedirme de él, atravesé la espesa
penumbra, mis pupilas se agrandaron y lo ví ahí debajo de arrugadas
impertinentes sábanas que lo devoraban. Esforzándose por desprenderse un
instante de la fatalidad inevitable, me saludó débilmente, aquella ya no era su
voz, sino el marchito eco de un hombre cabal que la vejez desmoronaba,
decrepitud trágico sismo que convierte al ser humano en arrancada alga a merced
del oleaje en inmisericorde océano. A mi abuelo Humberto le tomé su mano, me
asustó palparla huesuda y fría, era ya inútil remo para navegar a través de la
existencia, no supe que decirle, me sentí ofendido por la soledad, miré hacia
las ventanas cubiertas con el cortinaje confeccionándole enaguas a la muerte, y
la maldecí por estar ahí al acecho, haciéndose presente sin siquiera ser
invitada nunca. Quisiera haber abierto los mudos ventanales para que la luz
descuartizara aquel espectro, emerger del cuarto y gritarle a todos: ¡ Cállense
la boca, que mi gigante de porcelana y nieve se cuartea en avalancha de dolor !
Aquí el llanto interrumpe esta humedecida prosa. Salí del cuarto, y no hallé
sitio donde reposar, mi madre Renée había muerto un par de años antes, mi
abuela ocupada sirviendo café, los ahí presentes charlaban haciendo de todo
aquello un carnaval de espinas, escapé al jardín, ahora aquello era solamente
triste enrramada de plegarias huérfanas, no existe alguien a quien rogarle,
hacía ya mucho tiempo que el sacerdote que trató de abusar de mí, con su
escupitajo ético había confirmado nuestro cósmico desabrigo sin creador
universal.
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Manuel Peñafiel en compañía de su madre Renée Ruíz
Sandoval 1926 - 1971 y su abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval 1894 - 1973.
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El sepelio de mi abuelo Humberto fue enlutada procesión concluida en
grosera fosa, me aturde el peso de las agrias remembranzas, no recuerdo más de
aquel ceremonial, ignoro el destino que las tristezas tengan, algunos dirán que
yacen en el subconsciente, pero da lo mismo, pasajes enteros de mi vida fueron
rasguñados y borrados del álbum de la memoria, lo que sí ha perdurado es la
reminiscencia de un atlante portando traje de tres piezas con saco de amplias
solapas, corbata de moño al cuello, chaleco blindado contra la deshonestidad, y
tirantes de piel para sujetar aquellos pantalones correctamente planchados, y
bien puestos como los debe usar un hombre. Abuelo Humberto, te vuelvo a llorar,
y no hay pañuelo suficientemente generoso para consolar a mi congoja. Te echo
de menos, te fuíste cuando yo apenas emergía, incapaz fuí de retribuir a tu
grandeza, no pude halagarte con una comida en restaurante magnífico para verte
doblar la servilleta como solías hacerlo, igual que refinado caballero andante,
no hubo tiempo para dedicarte algún libro por mí engendrado, no te llevé a la
ópera, tampoco te obsequié loción para después de afeitarte, o camisas de pura
seda para verte igual que alto sabino engalanado, cruel es la vida, en tu
tiempo yo desposeía un mapa para auxiliarme en la subsistencia, enredado estaba
en laberinto de aserrín, incapaz de hallar las huellas hacia la salida, me
hubiese gustado llevarte en mi automóvil y abrirte la puerta como a un invitado
principal, la tacaña biografía del ser humano no lo permitió. Y me detengo, con
ahogados sollozos que me impiden revisar la puntuación de este insuficiente
homenaje a un faraón sin mausoleo.
Manuel Peñafiel
Fotógrafo, escritor y documentalista