La Muerte de Emiliano Zapata
Texto y Fotografías de Manuel
Peñafiel
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La heroica imagen de Emiliano Zapata persistirá por
siempre.
Fotografía © Manuel Peñafiel
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Gabriel Zapata acostumbraba
levantarse al amanecer, su acongojado cuerpo le mortificaba, no por la edad,
sino por el resentimiento y el rencor; aquel desasosiego era mitigado por el
dulce café de olla preparado por su esposa Cleofas. Con recias manos Gabriel
conducía la yunta con la cual araba el terruño que apenas le permitía ir
malpasándola con su familia. Los hacendados se habían apoderado de sus demás
parcelas, arrebatándoselas arbitrariamente con el descaro de quienes tienen
comprada la Ley. Solían cambiar de lugar las mojoneras que deslindaban las
propiedades de cultivo, a los campesinos se les había empujado a la deriva, en
cambio los ricos poseían los mejores pastizales y mediante compuertas
controlaban el rio, el agua que antes era para todos, se racionaba al capricho
de los latifundistas. Emiliano había visto como a su padre le habían citado
varias veces para aquellas diligencias judiciales encaminadas a despojarlo de
sus predios. Una árida mañana, el niño de ocho años, le dijo: Yo haré que nos
devuelvan las tierras. El presidente de la República Mexicana en aquel entonces
era Porfirio Díaz, tiempos durante los cuales se incrementó la inversión
extranjera, con este flujo de capitales la calidad de vida aumentó para las
familias en el poder, pero los explotados obreros padecían sin derechos
laborales, y junto con los labriegos vivían en rústico purgatorio tolerando
sumisamente la humillación con tal de ganarse el sustento diario. A los dueños
de las fincas les pertenecían las tiendas de raya, en donde se les vendía a los
peones toda clase de mercancía para su supervivencia, incluyendo los aperos de
labranza, a cuenta de su salario por devengar. Los aldeanos persistían
endeudados con cuentas que crecían haciéndose impagables. Los hacendados
abusando del analfabetismo de sus jornaleros inflaban la carga contable con
este cinismo: 10 que te apunto, 10 que te dí y 10 que debes, tu adeudo es de 30
pesos. Caminando un día por los senderos de Anenecuilco, el muchacho Emiliano
se topó con un maltrecho trabajador del campo, al preguntarle que le había
sucedido, el peón abrió la rota camisa de manta para mostrar su pecho herido;
había sido sorprendido cortando pastura para alimentar a sus animales, cosa que
estaba prohibido hacer, de esta manera los hacendados provocaban que el ganado
de los lugareños se mermara aprovechando para comprarlo a bajo precio. Emiliano
después de escucharlo, le indicó: Mañana vuelve al mismo sitio a cortar zacate,
que yo me encargaré de lo demás. Al otro día el iracundo capataz sorprendió al
peón, gritándole: ¿Qué haces indio pata rajada? Ya te advertí que ustedes los
mugrosos no pueden disponer del pastizal. Cuando el caporal se disponía a
arremeter con su fuete, Emiliano salió de su escondite cortando con su machete
las riendas del caballo y golpeándolo en el anca, el verdugo perdió el control
de su montura cayendo al suelo. Emiliano le arrebató el fuete y le dió una
tunda, cuando acabó le dijo: Para que sientas lo que se siente.
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Portada del libro Emiliano Zapata,
del documentalista y escritor Manuel
Peñafiel.
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En Anenecuilco se redactaron
varias cartas dirigidas a Porfirio Díaz en las cuales se reclamaba la tenencia de
la tierra y la justa remuneración al trabajo. Pero lejos de impartir la
justicia las autoridades gubernamentales tomaban represalias en contra de
quienes se atrevían a exigir sus derechos. Fue entonces que a la usanza
indígena se reunió el Consejo de Ancianos presidido por el viejo patriarca, sus
ánimos ya estaban desgastados. Era necesario elegir entre los pobladores a un
impetuoso dirigente con el arrojo suficiente para recuperar las parcelas de
cultivo. En Emiliano Zapata cayó la arriesgada empresa. El joven prócer reunió
a la gente en el atrio de la iglesia, donde con firmeza les dijo: Hemos
decidido reclamar la tierra por la fuerza de las armas; esto fue precisamente
lo que los ultrajados campesinos deseaban escuchar. Algunos fueron a sus
jacales por escopetas de cazar liebres y palomas, otros desempolvaron vetustas
carabinas, los demás se armaron con lo que pudieron, el tridente y el machete
también eran buenos para abatir a
los opresores. La hueste de Emiliano Zapata creció rápidamente, la misma gente
lo ascendió a General de la Tropa, así cabalgó al frente de su numeroso
ejército luchando por una vida digna para los desprotegidos. La contienda fue
cruenta, no había que comer, algunas de las valientes mujeres que acompañaban a
sus hombres improvisaban insípidos guisos de tlacuache sin sal, la correosa
carne la comían en tacos hechos con las hojas del elote. Las tropas populares
marchaban bajo recios aguaceros rogando porque pronto amaneciera para que los
rayos del sol secaran sus empapadas ropas.
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Los veteranos zapatistas Valeriano Villamil y su esposa Paula Ayala,
decoraban su pobre casita con un cartel del General Emiliano Zapata. Fotografía © Manuel Peñafiel |
La Revolución Mexicana iniciada en
1910 duró diez años, durante los cuales millares de mexicanos fallecieron.
Venustiano Carranza llegó a la presidencia, muchos revolucionarios en otras
partes del país ya se habían desbandado, no así Emiliano Zapata, quien negaba
someterse hasta ver cumplidos los postulados de su Plan de Ayala. El Caudillo
del Sur no había olvidado el clamor de gente al iniciar la lucha: Tierras,
Aguas, Bosques, Justicia y Libertad. Pero a Venustiano Carranza le estorbaba
aquel valiente jinete, a quien despectivamente llamaba indio insurrecto; así
que encargó la Campaña del Sur en contra de Emiliano al General Pablo González,
quien se apoderó de Cuernavaca. Para eliminar a Zapata, Pablo González y Luis
Patiño fraguaron un plan para hacerle creer que el Coronel Jesús Guajardo había
desconocido al gobierno carrancista. Guajardo envió diversa correspondencia con
falsos ofrecimientos, y Emiliano creyó en el impostor, entonces le ordenó el
ataque a Jonacatepec, se simuló la contienda, pero en realidad no hubo tal
combate, sino que los falsos aliados de acuerdo con Guajardo entregaron la
guarnición. Emiliano erróneamente pensó de que Guajardo también buscaba el
triunfo de la Revolución Mexicana, y se entrevistó con él para unir esfuerzos.
Cabalgaron juntos durante varios días, pernoctando en Tepalcinco donde Guajardo
se fingió enfermo, Zapata al despedirse le ordenó a Guajardo que concentrara
sus tropas en la Hacienda de Chinameca, tal como lo hizo al día siguiente,
aquel fatídico 10 de abril de 1919. Esa misma mañana Guajardo hizo correr la
voz de que se presentaba enemigo a la vista, Emiliano subió a la Piedra
Encimada donde constató que no había peligro, mientras tanto, Guajardo
aprovechó la ocasión para situar su milicia en lugares estratégicos y cortar
así la comunicación entre las tropas zapatistas. Cuando aún se encontraba
Emiliano en la Piedra Encimada, recibió invitación de Guajardo para comer en la
hacienda con el pretexto de tratar lo relativo a los abastecimientos. Montando
su caballo alazán que había sido obsequio del mismo Guajardo el día anterior,
Emiliano se dirigió a Chinameca, quedándose el resto de su confiada gente bajo
la sombra de los árboles. La mercenaria guardia contratada por Guajardo,
parecía preparada para hacerle honores de acuerdo a su rango de General al
Mando. El clarín tocó tres veces llamada de honor y al apagarse la última nota,
los soldados que presentaban armas descargaron dos veces sus fusiles sobre
Zapata a quemarropa. La traición se abatió sobre el moreno jinete derribándolo
bajo cobarde granizo de metal. El Caudillo del Sur rodó acribillado, las
impunes balas rasgaron su piel, violando sus fornidos músculos. Candente plomo
abrió vísceras y arterias, sus pulmones estallaron, los huesos se astillaron en
pedazos sordos, los proyectiles que le atravesaron salieron floreando la carne
con empapados pétalos. Emiliano sintió como si groseros dedos lo empujaran del
caballo, pero aquello no era un empellón, sino la fuerza de los tiros. Cayó
aquel bravo hombre a la burda tierra, dentro de su cuerpo se desparramaba una
laguna muda y carmesí. Emiliano no podía creer lo que estaba sucediendo, lo
habían traicionado suciamente, como todas las bajezas infestadas en los
albañales del gobierno mexicano, sintió rabia, pero no pudo pensar mucho en
eso, el dolor era tan penetrante que le pareció que sus miembros se
desprenderían como lágrimas de roja tuna. Le flageló la congoja, su expiración
lo tomó por sorpresa, su final había llegado pero no el de su tarea, allá en
los polvosos muladares los niños mexicanos seguirían muriendo en la miseria,
continuaría la corrupta infección burocrática, persistiría la indolencia del
gobierno y de muchos citadinos que viven en acomodaticio espejismo, evadiendo
la tragedia de los marginados. Emiliano Zapata pensó en su propia familia,
recuerdos hinchados de pobreza. Creyó estar soñando, cabalgando libremente,
pero aquello no era un sueño, inútilmente trató de aferrarse a la existencia,
su encomienda no había concluido, sus paisanos le habían encargado la restauración
de su honor, y el derecho a una vida decorosa. Pero aquellos insolentes
disparos lo habían perforado, su vida se le escapaba huyendo cual jilguero a
inalcanzable rama, se quiso afianzar a algo para no sucumbir en aquel pozo que
ya se estaba poniendo frío, pero sus agarrotadas manos no le obedecieron, no se
pudo asir a algo, cayó hondo hacia el obscuro vacío que viene trás la muerte.
Emiliano Zapata sintió que moría, y ya no pudo levantarse.
Manuel Peñafiel
Fotógrafo, escritor y
documentalista
Fragmento de su libro: Emiliano
Zapata Un valiente que escribió historia con su propia sangre - Testimonios de
los veteranos del legendario Ejército Libertador del Sur y el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional. Librerías EDUCAL
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