Texto y Fotografías de Manuel Peñafiel
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Manuel Peñafiel y su esposa Irma García Xochiquetzalli ante las colosales pirámides de Egipto. Fotografía ©Manuel Peñafiel |
El amable egipcio sujetó la rienda de
su dromedario arrodillado para que mi esposa Irma lo trepase, luego me indicó
que yo hiciera lo mismo, sin advertirme que el temperamental jorobado
súbitamente se levantaría al sentir mi intruso peso, al incorporarse nerviosamente
sobre sus cuatro largas patas, el brusco movimiento provocó que la cámara
fotográfica colgante de mi cuello golpeara mi pecho, y a punto estuve de caer
de bruces. El árabe que nos alquiló a su animal parecía divertido con lo
sucedido, y solo después de pagarle por adelantado, le entregó a mi mujer la
brida de la parsimoniosa bestia que nos llevaría sobre anchas pezuñas a
recorrer la Necrópolis de Giza, donde el sol hacía su ocaso. Al corto rato,
aquel animal se reconcilió con nosotros y empezó a trotar sobre la espesura
granulosa del Sahara, levantada ocasionalmente por el fugaz galope de los
jinetes nómadas Badawi; después de que la arena se asentó, vislumbramos a un
vivaracho anciano aproximarse sobre el horizonte. Cuando lo tuvimos cerca pudimos
comprobar que él no era nativo de aquellas tórridas regiones, su piel era casi
transparente similar al mármol, su luenga barba le caía en torrentes níveos
sobre el tórax, sus penetrantes ojos chispeaban inquietos, tuvimos la sensación
de que un ancestral vendaval acariciaba las interminables dunas. Los veo
interesados en estos colosales monumentos, nos dijo con tersa voz, al momento
que señalaba aquellos gigantescos conos. Si me permiten, yo he averiguado su
origen, y abundante placer me proporcionará compartir con ustedes mi sapiencia.
Adelante, respondí, mi mujer Irma García Xochiquetzalli y yo, nos sentiremos
honrados de que usted comparta sus conocimientos con nosotros, le dije al
tiempo que desmontábamos al dromedario, el cual, con largas y rizadas pestañas
negras parpadeó agradecido.
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Manuel Peñafiel y su esposa Irma García Xochiquetzalli en la Necrópolis de Giza. Fotografía ©Manuel Peñafiel |
El anciano señaló la pirámide más
alta, diciéndonos, que aquella la había mandado construir el Faraón Jufu, al
que en mi idioma llamé Keops. Al escucharlo, sonreí para mis adentros
censurando la petulancia de aquel viejezuelo, que sin duda divagaba o trataba
de impresionarnos, y se lo hice notar a mi esposa Irma, es sólo un anciano
parlanchín, buscando una propina, le comenté en un susurro. Aquel hombre calvo,
al notar mi sarcasmo, me amonestó. Además de ignorante, impertinente lo eres
tú, al mofarte de mis canas. ¿ Deseas o no, que les narre lo que yo sé ?. Le
ruego me disculpe, prosiga, prometo no volver a interrumpirlo, respondí aún
incrédulo. El orgullo ofendido de nuestro guía, causó que desde ése momento,
solamente mirara a Irma, ignorándome cuando continuó diciendo, antes de tu
grosera interrupción, estaba yo explicándole a esta encantadora joven, que la
Gran Pirámide, la mandó erigir Keops, y para levantarla se requirieron veinte
años; durante su reinado precipitó a los egipcios a la total miseria, ordenó la
clausura de los templos y prohibió ofrecer sacrificios, junto con el mandato,
de que cualquier varón capacitado trabajase arrastrando piedras desde las
canteras del Monte Árabigo hasta el Río Nilo, para de ahí, transportarlas sobre
barcas. Los albañiles trabajaban trimestralmente en grupos de cien mil hombres.
El pueblo padeció diez años para concluir el camino sobre el cual, los bloques
de granito conformarían la calzada ceremonial hacia lo que sería el sepulcro de
este arrogante mandatario. La misma década que les llevó a los exhaustos
trabajadores cavar las cámaras subterráneas en el cerro sobre el cual se erigen
las pirámides, son ésos los recintos que el monarca Keops dispuso para sus
restos funerarios.
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Manuel Peñafiel e Irma García Xochiquetzalli besándose en Egipto. Fotografía ©Manuel Peñafiel |
Las pirámides se construían a manera
de gradas o zócalos, sobre los cuales se levantaron bloques de piedra con
andamios formados de maderos cortos y mecanismos para ir subiendo las piezas
desde el suelo hasta la cúspide. En una pared de la pirámide está anotado con
escritura egipcia cuánto se gastó en rábanos, cebollas y ajos para los
jornaleros; y si bien recuerdo, prosiguió aquel enigmático anciano, el
intérprete egipcio que me tradujo dicha inscripción, me dijo que la cuenta
ascendía a mil setecientos talentos de plata, sin duda fue exorbitante la suma
invertida en las herramientas con que se laboró, además de los alimentos y
vestidos para los operarios, agregó nuestro peculiar interlocutor. Decían los
egipcios que el Farón Keops reinó cincuenta años, y que a su muerte, heredó el
cetro a su hermano Kefrén, pronunciado Kaefre en lengua egipcia. Este sucesor
al trono se comportó de la misma manera despótica, levantando otra pirámide en
su honor, que no igualó las dimensiones de la de Keops, pues yo mismo la medí.
Al escucharle al viejo tales aseveraciones, estuve a punto de dar por concluida
su compañía, bloqueando mis oídos con total escepticismo; pero Irma que conoce
cada gesto de mi rostro, no me lo permitió al decirme, tranquilo, lo que reseña
este viejito no se aleja de la realidad, permite que prosiga, a mí me interesa
escucharlo. El anciano elevó una ceja intuyendo mi desconfianza, pero haciendo
caso omiso de mi apatía, cual bondadoso abuelo se dirigió de nueva cuenta a mi
esposa Irma para comentarle, Kefrén reinó cincuenta y seis años, se calcula que
durante dicho lapso, los egipcios tuvieron que soportar carencias y hambre,
durante ese mismo periodo los templos que habían sido cerrados permanecieron
así. Kefrén ordenó esculpir la Gran Esfinge cuya altura alcanza los veinte
metros, algunos dicen que su rostro personifica al propio Kefrén, pero yo me
inclino a pensar que este Guardián Eterno es la representación del dios Horus,
Padre del Terror, quien custodia los recintos fúnebres. Después de Kefrén reinó
su sobrino Micerino, que en su lengua natal se pronuncia Menkaure, quien
disgustado por la conducta irreverente de su padre Keops, reabrió los templos,
permitiendo que el oprimido pueblo realizara sus rituales y plegarias. De todos
los gobernantes, Micerino fue el menos severo, sin embargo, los dioses le
negaron la dicha; como primera de sus desgracias, ocurriose el fallecimiento de
su única descendiente procreada con su esposa Khamerernebti. Acongojado por el
infortunio quiso honrarla por medio extraordinario, haciendo labrar una vaca de
madera hueca recubierta de oro, y dentro de ella sepultó a su hija.
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Manuel Peñafiel e Irma García Xochiquetzalli bajo el ardiente sol del Sahara, Egipto. Fotografía ©Manuel Peñafiel |
De la ciudad de Buto, al Faraón
Micerino le llegó un presagio con la funesta noticia de que únicamente le
restaban seis años de vida. Indignado Micerino, envió a decirle al adivino que
interpelara a las deidades por el inmerecido castigo, que su padre Keops y
su tío Kefrén habían sido los
responsables de aquella desautorización religiosa que a los dioses mucho había
ofendido, además, ambos hermanos habían explotado al pueblo, y a pesar de su
crueldad habían vivido más. Micerino alegaba que él no era merecedor de tal
sanción, acortarle la vida sería injusto, él había sido devoto. Aún así, aquel
nigromante le respondió al Faraón que el veredicto de los supremos seres era
inapelable, y que tan solo le restaban de vida media docena de años. Micerino
viendo que la voluntad divina era inquebrantable, mandó fabricar gran cantidad
de lámparas, y cuando la noche arribaba las encendía todas, bebía vinos
finamente destilados paseando por los pantanos y los prados acompañado de
músicos y divertimentos, entregándose sin límite a toda clase de placeres, todo
ello con el intento de demostrar que la profecía de su muerte resultaría
inútil, y que viviría no seis años sino doce, convirtiendo de esta manera a las
noches en hurtados días al reloj del fatal destino.
Micerino ordenó edificar una pirámide
de menor tamaño que la de su padre Keops, continuó narrando aquel viejo, tanto
este Faraón, como otros más seres humanos han deseado dejar algo a su paso por
la vida, indubitable es que la idea de fenecer nos atormenta a muchos, expresó,
y al hacerlo, clavó su vista en la mía, notando que sus palabras me habían
golpeado con rebelde pesadumbre.
¿ Qué es lo que te aflige, me
preguntó fríamente ?. Yo sin voltear siquiera a verlo, deposité la mirada sobre
el rostro de mi esposa, de mi boca entonces fluyeron estas palabras, Irma, me
acongoja pensar que algún día abrirás los ojos sin verme más, desearás
conversar y los muros de lo inevitable engullirán tus palabras. No deseo
fallecer, la idea de abandonarte me mata anticipadamente. Muerte es final,
silente sombra, pasividad irremediable, inexistencia de razón, abandono de
canción, amnesia de color, morir es morir, convertirse en muda tierra, ahondarse
en barranca sin salida, obscurecimiento de nubes sin amanecer, crueles
desenlaces los fallecimientos son, yo no quiero
dejarte, al ya no tenerte, lágrimas de grava en mi ataúd derramaré, desde ahora
pulo esos húmedos guijarros con amorosas palabras trazando riberas impetuosas,
te amo y muerto yo, mis labios ya no lo dirán.
El anciano suspiró aduciendo que la
noche lo apresuraba a retirarse, el sonido de su voz me recordó que aún se
encontraba ahí, entonces de mi billetera saqué dinero pidiéndole lo aceptara a
manera de modesta retribución por sus narraciones. Aquel erudito al que yo
injustamente había considerado un charlatán, se irguió gallardamente al
responder, será mejor que emplees tus billetes en la compra de alguno de mis
libros, yo no necesito dádivas. No fue mi intención ofenderlo, aduje. Antes de
marcharse sería un honor saber su nombre, agregué. El hombre de blanco cabello,
y abundante barba igual que la sapiencia contenida en su mente, enérgicamente
expresó: Heródoto de Halicarnaso es mi identidad, nacido yo en esa colonia
griega en Asia Menor sobre la costa del Mar Egeo. Y todo lo que les dije, lo
fue averiguado por mi curiosidad innata cuando visité Egipto hacia el año 450
antes del calendario de ustedes; durante mi estancia en estos deslumbrantes
parajes recogí la vida y costumbres de la sociedad local, interrogando a los
hospitalarios nativos, además fueron mis anfitriones los sacerdotes de la
ciudad de Menfis, quienes me obsequiaron con información acerca de los Faraones
que erigieron el trío de pirámides en ésta la Necrópolis de Giza, las cuales
cuando yo admirado las contemplé eran ya remotas antigüedades, orgullosos
trofeos alzados por hombres de lejanos tiempos, aproximadamente tres milenios
antes de la cronología occidental. Inclusive me atreví a poner por escrito las
biografías de Keops, Kefrén y Micerino.
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Irma García Xochiquetzalli y Manuel Peñafiel alquilando un dromedario en Egipto Fotografía ©Manuel Peñafiel |
En el transcurso de mis
investigaciones y exploraciones redacté Los Nueve Libros de Historia, primera
descripción del Mundo Antiguo, para que el decurso del tiempo no erosionara el
recuerdo de las proezas humanas. Para elaborar mis obras recurrí a fuentes
orales y escritas, aunque referí lo que me narraron, nunca me vi obligado a
creerlo todo, siempre recurrí al sentido común antes de asentarlo
definitivamente. También obtuve datos de los poetas a quienes bien conocí,
tales como Homero, Museo, Esopo, Esquilo y la poetisa Safo. En el tiempo que a
mí me tocó transitar, las obras escritas se conservaban en rollos de papiro de
siete metros formando un cilindro. En esta novena de volúmenes analicé las
relaciones entre Asia Menor y Grecia, además de las consecuencias derivadas de
los raptos de Ío por los fenicios; los de Europa y Medea por los griegos, y el
de Helena por los troyanos. Para esto me apoyé en el escritor Homero, prodigio invidente,
cuyos ojos ahogados por la obscuridad no le impidieron iluminar a la Humanidad
con su épica poesía.
Heródoto soy, nativo de Halicarnaso
en la costa de la antigua Lidia, más tarde Anatolia, finalmente nombrada
Turquía, considerado he sido, el Padre de la Historia. De pronto aquel barbado
portento cesó de hablar, y con parsimoniosa delicadeza arregló su fina túnica,
antes de emprender la marcha de vuelta a su honroso sitio dentro de la
Enciclopedia; mi esposa Irma y yo, emulando la pretérita costumbre egipcia de
respeto hacia los ancianos, nos hicimos a un lado del camino para cederle el
paso; aquel sabio inclinó su cabeza a manera de despedida.
Al emprender nuestro regreso, mi
esposa Irma García Xochiquetzalli notó mi decaído ánimo, ella intuyó que a mi
mente aún la atormentaba el espectro de la muerte. No te preocupes, ni
entristezcas, amorosamente sentenció, aún cuando el transcurso del tiempo te
arrebate de mi lado tras los años, meses, horas y minutos que estés conmigo,
palpitarás dentro de mi ser, te veré en las auroras, y celebraré en cada pétalo
del pensamiento el habernos conocido.
Manuel Peñafiel
Fotógrafo, escritor y documentalista
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